miércoles, 19 de agosto de 2009

EL FINAL COMO PRINCIPIO


En su juventud, Lyndon B. Johnson tenía un único sueño: ascender por la escalera política y ser presidente. Cuando tenía veintitantos años, esa meta comenzó parecerle inalcanzable. Un empleo como secretario de un congresista de Texas le había permitido conocer y causar buena impresión al presidente Franklin D. Roosevelt, quien lo había nombrado director de Texas de la National Youth Administration, cargo que permitía excelentes relaciones políticas. Pero los votantes de Texas eran extremadamente leales, y a menudo hacían volver a los congresistas a sus escaños durante décadas, o hasta que morían. Johnson necesitaba con urgencia un escaño en el congreso. Si no lo conseguía pronto, estaría demasiado viejo para ascender por esa escalera, y ardía de ambición. El 22 de febrero de 1937, como caída del cielo, llego la oportunidad de toda una vida. El congresista de Texas James Buchanan murió intempestivamente. El escaño que dejo vacio, el del decimo distrito de Texas, era una rara oportunidad, y los pesos pesados políticos idóneos de ese estado anunciaron de inmediato su participación en la contienda. Los muchos aspirantes incluían a Sam Stone, popular juez de distrito; Shelton Polk, ambicioso joven abogado de Austin, y C.N. Avery ex coordinador de campaña de Buchanan, el favorito.

Avery contaba con el apoyo de Tom Miller, alcalde de Austin, la única gran ciudad del decimo distrito. Con el respaldo de Miller, disponía de casi suficientes votos para ganar la elección.

Johnson se hallaba frente a un terrible predicamento. Si entraba a la contienda, las posibilidades entraban en su contra: era joven sólo tenía 28 años, y era desconocido y estaba poco relacionado en el distrito. Una derrota severa empañaría su fama y lo atrasaría en el cumplimiento de su meta de largo plazo. Pero si optaba por no competir, tal vez tendría que esperar diez años a que apareciera otra oportunidad. Con todo esto en mente, dejo atrás la cautela y se lanzo a la contienda. Su primer paso fue llamar a su lado a las docenas de jóvenes a quienes había ayudado o contratado al correr de los años. Su estrategia de campaña fue simple: se distinguiría de los demás contendientes presentándose como el más firme partidario de Roosevelt. Un voto por Johnson era un voto por el presidente, el popular arquitecto del New Deal. Y como Johnson no podía competir en Austin, decidió dirigir su ejército de voluntarios al campo, el escasamente poblado Hill Country. Esa era el área más pobre del distrito, un lugar al que rara vez los candidatos se aventuraban. Johnson quería conocer hasta el último agricultor y aparcero, estrechar todas las manos posibles, obtener los votos de la gente que nunca antes había votado. Era la estrategia de un hombre desesperado que reconocía que esa era su mejor, y única posibilidad de victoria.

Uno de los más leales seguidores de Johnson era Carroll Keach, quien se desempeño como su chofer. Juntos recorrieron cada kilometro cuadrado de Hill Country, cruzando todos los caminos de terracería y ganado. Cuando veía una granja apartada, Johnson bajaba del auto, caminaba hasta la puerta, se presentaba ante los asombrados habitantes, escuchaba pacientemente sus problemas y se retiraba con un cordial apretón de manos y una cortés petición del voto. Al realizar mítines en ciudades polvorientas que constaban principalmente de una iglesia y una gasolinera, pronunciaba un discurso y luego se mezclaba entre la gente y pasaba al menos unos minutos con cada uno de los asistentes. Tenía una increíble memoria para los rostros y los nombres: si por casualidad encontraba dos veces a la misma persona, recordaba todo lo que ella le había dicho la primera vez, y solía impresionar a desconocidos al hacer referencia a alguien que los conocí. Escuchaba atentamente y siempre tenía el cuidado de dejar a la gente con la sensación de que volverían a verse, y de que si ganaba por fin tendrían a alguien que velaría por sus intereses en Washington. En bares, tiendas y gasolineras de todo el Hill Country, hablaba con los lugareños como si no tuviera otra cosa que hacer. Al marcharse se cercioraba de comprar algo dulces, comestibles, gasolina, gestos que ellos apreciaban enormemente. Tenía el don de crear vínculos.
Conforme la contienda avanzaba, Johnson pasaba días sin dormir, ronda la voz abultados los ojos. Manejando por todo el distrito, Keach oía sorprendido al agotado candidato murmurar en el auto para sí acerca de la gente que acababa de conocer, la impresión que había causado, que habría podido hacer mejor. Johnson hacia todo lo posible por no parecer nunca desesperado o condescendiente. El último apretón de manos y la última mirada a los ojos era lo que importaba.

Las encuestas eran engañosas: no dejaban de mostrar a Johnson atrás, pero él sabía que había conquistado votos que ninguna encuesta podía registrar. Y en cualquier caso, subía poco a poco: en la última semana se había colado al tercer sitio. De pronto, los demás candidatos se dieron cuenta de lo que sucedía. La elección se volvió desagradable: Johnson fue atacado por su juventud, por su ciego apoyo a Roosevelt, por cualquier cosa que pudiera desenterrarse sobre él. Tratando de obtener algunos votos en Austin, Johnson se lanzo contra la maquinaria política del alcalde Miller, quien lo detestaba y hacia todo lo posible por sabotear su campaña. Impertérrito, Johnson visito personalmente varias veces en la última semana para negociar una tregua. Pero Miller desconfiaba de su simpatía. Su atractivo personal quizás había conquistado a los votantes pobres del distrito, pero los demás candidatos veían un lado diferente de él: era despiadado y capaz de enlodar. Mientras subía en las encuestas, se hacía de cada vez más enemigos. El día de la elección, Johnson logro uno de los mayores vuelcos en las historia política estadunidense, distanciándose de su más cercano rival por tres mil votos. Exhausto por el agotador ritmo que había adoptado, se hospitalizo, pero el día después de su victoria ya estaba trabajando de nuevo; tenía algo extremadamente que hacer. En su cama de hospital dicto cartas a sus rivales en la contienda. Los felicito por su excelente campaña; describió su victoria como una chiripa, un voto por Roosevelt más que por él. Al enterarse de que Miller estaba de visita en Washington, telegrafió a sus contactos de esa ciudad para que atendieran al alcalde y lo trataran como rey. Tan pronto como Johnson salió del hospital, visito a sus rivales y actuó ante ellos con casi desconcertante humildad. Incluso amisto con el hermano de Polk, a quien condujo por la ciudad para hacer diligencias.

Apenas dieciocho meses después, Johnson tuvo que defender su reelección, y sus antiguos adversarios y enemigos acérrimos se convirtieron de repente en sus más ardientes fieles, donando fondos e incluso haciendo campaña a su favor. Y el alcalde Miller, el que más lo había odiado, se volvió su más firme partidario, y lo siguió siendo durante muchos años.

FUENTE: 33 Estrategias de la guerra

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