Sé reservado
Nunca se había visto un asno en una remota región de China, hasta el día en que un excéntrico, ávido de novedades, se hizo llevar uno por barco. Pero como no supo en qué utilizarlo, lo soltó en las montañas. Un tigre, al ver a tan extraña criatura, lo tomó por una divinidad. Lo observó escondido en el bosque, hasta que se aventuró a abandonar la selva, manteniendo siempre una prudente distancia. Un día el asno rebuznó largamente y el tigre echó a correr con miedo. Pero se volvió y pensó que, pese a todo, esa divinidad no debía de ser tan terrible. Ya acostumbrado al rebuzno del asno, se le fue acercando, pero sin arriesgarse más de la cuenta. Cuando ya le tomó confianza, comenzó a tomarse algunas libertades, rozándolo, dándole algún empujón, molestándolo a cada momento, hasta que el asno, furioso, le propinó una patada. “Así que es esto lo que sabe hacer”, se dijo el tigre. Y saltando sobre el asno lo destrozó y devoró. El asno parecía poderoso por su tamaño, y temible por sus rebuznos. Si no hubiese mostrado todo su talento con la coz, el tigre nunca se hubiera atrevido a atacarlo. Pero con su patada el asno firmó su sentencia de muerte. i descubras todo lo que piensas, ni muestres todo lo que tienes, ni tomes todo lo que quieres, ni digas todo lo que sabes, ni aun hagas todo lo que puedas; porque en al Corte te perderás si sigues a tus emociones, y no lo que la fría razón te aconseja.
No fuerces la suerte
No provoques demasiadas veces a la fortuna porque en tu sano juicio nunca tentarás al peligro. Ya sabes que el remedio está en ti al no probar la caprichosa suerte. Asume riesgos razonables, pero no confíes todo al azar. Arriesgar es realizar una jugada que si sale bien ganamos mucho y si sale mal, siempre nos podemos recuperar del descalabro. Jugar al azar es hacerlo a todo o nada, y con que sólo pinte una vez la carta perdedora estás listo de papeles. Esta carta sale muy a menudo. No te asocies con jugadores, tanto de dinero como de proyectos enloquecidos. Y, por supuesto, nunca les prestes dinero, nunca lo recuperarás. Grábate esto a fuego en tu mente. El mismo Julio César en los últimos años de su vida se mostró más cauto en presentar batalla, convencido de que, habiendo conseguido tantas victorias, no debía tentar a la fortuna, y de que con una victoria ganaría siempre menos que perdería con una derrota.
Respétate a ti mi smo
Nunca, nunca dejes de respetarte a ti mismo, pues si a ti mismo no te respetas, ¿cómo esperas que te respeten los demás? Una vez que te sitúes en un rango determinado, no debes hacer ni soportar nada que te pueda hacer aparecer como inferior. Este será uno de tus principales mandamientos que nunca dejarás de observar bajo pena de pecado mortal. En ocasiones, literalmente tan mortal como un veneno sin contraveneno.
Ingratitud
Aunque todos te digan que te socorrerán cuando tengas necesidad, muchos de los que se ofrecen a luchar por ti, serán después los primeros que te arrojarán las piedras, te dejarán abandonado y aún harán leña del árbol caído y saquearán los restos del naufragio, pues como cita Maquiavelo, “se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todos tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida y los hijos cuando la necesidad está lejos; pero cuando esta se te viene encima vuelven la cara. Los hombres olvidan con mayor rapidez
la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio.” Y no esperes que tu patrón sea agradecido por los servicios que le prestes, ya que habrá quien le envenene los oídos y le nuble la vista para que dude de tu lealtad y de tus nobles intenciones. Recuerda que el Cid Campeador
sufrió la ingratitud de su Rey Alfonso VI de Castilla por las infamias que a sus espaldas le hacían los cortesanos que nunca habían pisado un campo de batalla ni participado en ningún combate. Qué lástima de vasallo si oviera buen sennor. No caigas tú en ese error y ten la certeza de que cada triunfo tuyo aumentará las envidias de otros cortesanos haciendo que tu patrón
desconfíe de ti. Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, se instaló como gobernador
absoluto del reino de Nápoles. Como gobernó con justicia y severidad agraviando a muchos nobles resentidos, estos cortesanos fueron a España a presentar quejas y agravios infundados al rey Fernando. Así, mediante murmuraciones e infamias, esperaban recobrar las prebendas perdidas. Y como el monarca recelaba de todos los que cercanos a él destacaban, se volvió susceptible a las acusaciones de que Gonzalo derrochaba el dinero. A lo que este respondió con las famosas cuentas que siguen: “Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas.
Cien millones en palas, picos y azadones, para enterrar a los muertos del adversario. Cien mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de sus enemigos tendidos en el campo de batalla. Ciento sesenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas por el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo. Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el Rey pedía cuentas al que le había regalado un reino.”
Después de este curioso balance de cuentas, nunca más este Gran Capitán volvió a ejercer como tal en ninguna batalla, pasando sus últimos años retirado en su hacienda y desengañado por la ingratitud de su Señor que elevaba a la gloria real a otros capitanes mucho menos capaces en el oficio de las armas. Y si aún no te valen todos estos ejemplos, recuerda que Aníbal, Escipión, Berengario, Germánico, César, Pompeyo, Sertorio y muchos otros grandes capitanes de Roma y Cartago acabaron su vida amargados y olvidados por su patrón, cuando no asesinados por el temor que despertaban en otros cortesanos o en su mismo Señor.
Desapego de asuntos ajenos
No estreches demasiados lazos con los que están muy encumbrados, ya que tienen el peligro que no pueden descender sino caer. Así evitarás que te arrastren en su caída. Avisa Quevedo de que “no se fíe nadie, por bien a caballo ni alto que se halle; que con más fuerza tropieza y cae el más fuerte que el más cojo y flojo.” Observa detenidamente al favorito o al poderoso, y si te hace esperar menos de lo habitual, es contigo más cordial y relajado, te escucha y te despide con amabilidad, son claros indicios que su estrella brilla menos y ciertamente está próxima su caída.
En los asuntos ajenos, no te impliques en demasía, pues si salen bien, no reconocerán tu parte, y si resultan torcidos, siempre podrán achacarte a ti su mala fortuna. Aplícate el sabio refrán castellano de que “entre esposos, novios y hermanos nunca metas las manos.” Se cuenta en China que había un hombre rico en el Reino de Wei. Después de una fuerte tormenta el muro de su casa empezó a desmoronarse. –Si no reparáis ese muro –le dijo su hijo– por ahí puede entrar un ladrón. Un viejo vecino le hizo la misma advertencia. Aquella misma noche le robaron una gran suma de dinero al hombre rico, quien elogió la inteligencia de su hijo, pero desconfió de su viejo vecino.
Ami gos y enemigos
Haz el bien siempre que puedas y nada importante pierdas. Aunque puedas, piénsatelo mucho antes de hacer el mal a nadie, porque las quejas de los agraviados y de los injuriados podrían llegar algún día a quien te pudiera castigar y vengarse de ti. Cita Séneca: “te aconsejo que seas amigo de uno, y enemigo de ninguno”. Aunque esta regla, como todas, tiene su excepción,
y como no podía ser de otra forma, proviene de Maquiavelo, “por eso la fortuna; especialmente cuando quiere ensalzar a un Príncipe nuevo, que tiene más necesidad de conquistar reputación que un Príncipe hereditario; hace que le nazcan enemigos, a quienes lleva a realizar empresas
en contra suya con el fin de que él encuentre medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le han proporcionado ascienda todavía más alto. Por esta razón estiman muchos que un Príncipe sabio debe, cuando tenga la oportunidad, fomentarse con astucia alguna oposición a fin de que una vez vencida brille a mayor altura su grandeza.” Así que, muchas veces, medirán tu eminencia por la talla de los enemigos que has vencido. La conclusión es que puestos a tener enemigos, es mejor elegirlos; y ya que los vas a elegir, escoge los que puedas vencer de forma
que te hagan más fuerte y acrecienten tu reputación. Aprende a saber usar a tus enemigos, te serán de mas provecho que al necio sus amigos. Muchas dificultades que tal vez no osarías desafiar podrás acometerlas gracias al estímulo de tus enemigos. Olvídate de derrotar y destruir a todos tus enemigos pues lo que dijo el General Narváez en su lecho de muerte6 no es de
común aplicación al resto de los mortales. Piensa además que el enemigo de hoy puede ser el aliado de mañana, y el que ahora consideras tu socio, mañana será tu más fiero y enojoso rival. La reconciliación con tus enemigos deberá ser para ti tan sólo un deseo de mejorar tu situación, un cansancio de la guerra y el temor a sufrir algún revés. En los favores que prestes y en las personas que confíes, pon antes los ojos en los que fueran buenas personas, que no en los que fueran tus amigos. Al amigo se le permite repartir contigo la hacienda, más no la conciencia.
No le pidas a un amigo que te preste cualquier cosa, porque si no puede hacerlo, la amistad se irá resquebrajando, llegando al rencor. Si tomas por amigo a un enemigo superior a ti en fuerza, no hay duda que con ello te preparas un almuerzo de veneno. No compres nada a un amigo: si el precio es demasiado alto serás perjudicado, si no lo es lo bastante, el perjudicado será él. En general, no mezcles la amistad y los negocios. Nunca des satisfacción a quien no lo pedía. No hagas un favor a quien no te lo haya requerido; antes bien, espera a que te lo solicite
y aún así hazte de rogar. Si vas haciendo el bien sin que te lo pidan, sólo generarás rencor; actuando como te he dicho, siempre te deberán el favor. Ten por muy mala compañía al falso amigo, más peligroso que el enemigo declarado, porque al uno le confías todo, y al otro le resistes con todas tus fuerzas. Escribiendo Séneca a su amigo Lucilo, le decía así: “Oh Lucilo, te ruego que todas las cosas determines con tu amigo, mas también te aviso, que mires primero qué tal es el amigo, porque no hay mercadería en que tanto los hombres se suelen engañar, como es en no saber los amigos escoger.” Muy justo será por tanto, que no elijas amigo sin que antes lo examines. Lo que nos hace ser tan cambiantes en nuestras amistades es la dificultad de conocer las cualidades del alma y la facilidad de conocer las del entendimiento. Lo que las personas llaman amistad es sólo un pacto, un respeto recíproco de intereses y un intercambio de favores. En resumidas cuentas, una relación en la que ambas partes se proponen ganar algo. Causa más vergüenza el desconfiar de los amigos que el ser engañados por ellos. En el momento en que dudas de si confías de una amistad, ya has abierto la puerta a la desconfianza. Habrá muchos que se nombrarán como tus amigos y otros que quizá tú mismo puedas considerar como tales según el concepto corriente de amistad. Ninguno te hablará nunca de tus defectos y mucho menos de tus debilidades. Al contrario, queriendo ganarse tu afecto más que demostrarte el suyo, en vez de lamentarse de ellos los secundarán. No son pocos los que se gozan para sus adentros de las imperfecciones de sus mejores amigos. Sigue el consejo de Lord Chesterfield: “en cuanto a tus colegas, indaga, antes de estrechar amistad con ellos, en su carácter, y mantente sobre todo guardia contra quien te haga más la corte. Trata de tener el mayor número posible de amigos y el menor de enemigos. No hablo de amigos íntimos o confidentes, pues un hombre no puede esperar encontrar de estos más de media docena en toda su vida; me refiero a la acepción
corriente del término, es decir, a la gente que habla bien de ti y que están más dispuestos a serte de favor de a perjudicarte, siempre y cuando no afecte a sus propios intereses.” Aconsejar
Cuando aconsejes hazlo sobre lo que sepas, y si no puedes hacerlo, observa silencio o haz uso de evasivas. Cuando desaconsejes no te apasiones, cuando mandes no seas absoluto, ni desprevenido en lo que hagas; porque en la Corte, aunque todos miran a todos por excelencia, el que es más prudente, es más mirado, es más notado, y aún más acusado. En la Corte es tan peligroso dar un paso como no darlo.
Elogiar
Por lo común sólo se elogia para ser elogiado. A nadie nos gusta elogiar, y no elogiarás nunca a nadie si no es por interés. El elogio es una adulación hábil, oculta y delicada que satisface de modo distinto a quien lo dispensa y a quien lo recibe: el uno lo juzga recompensa de su mérito; el otro elogia para que se advierta su equidad y su discernimiento, nada hay más halagador para aquellos con quien converses que adviertan que les apruebas e imitas. Advierte que hay reproches que alaban y elogios que vituperan, y que el que rechaza elogios oculta el deseo de ser elogiado dos veces. Una fina treta cortesana: a menudo tendrás que usar lisonjas envenenadas
que manifestarán tu rechazo en aquellos a quienes lisonjees mostrando defectos que no te atreverás a descubrir de otra manera. Decía Talleyrand sobre Napoleón que era una lástima que una persona con tan grandes cualidades tuviera tan malos modales. Buen ejemplo de veneno disuelto en miel. Los seres humanos, nacidos para vivir en sociedad, nacieron también para
agradarse unos a otros. Así que si alguno no observara las reglas urbanidad ofendería a todos los de su alrededor y se desacreditaría hasta el punto de que se vería incapacitado para hacer ningún bien. Pero la urbanidad no nace de ideas tan bellas, sino del afán de distinguirse. Somos educados por orgullo y nos sentimos halagados porque tenemos modales que prueban que no somos salvajes.
Gracia
Otro elemento indispensable para tu carrera en la Corte, no menos importante que la cultura, es un conocimiento profundo del mundo, maneras y cortesía en el trato. La Bruyère define la “politesse”7 como “hacer parecer al hombre por fuera como debiera ser interiormente”, y en “poner cierto cuidado para que, gracias a nuestras palabras y nuestras maneras, los otros estén contentos con nosotros y consigo mismos”. Cita Lord Chesterfield, y harás muy bien en meditar sobre ello: “tu objetivo principal, al que debe posponerse cualquier otra consideración, no es otro
que convertirte en un perfecto hombre de mundo: educado sin complacencias, desenvuelto sin ser desatento, serio e impávido con modestia, amable sin afectación, seductor sin malicia, animado pero sin ser ruidoso, franco pero no indiscreto, reservado pero no misterioso; deberás aprender en qué lugar y momento resulta oportuno decir o hacer una cosa, y actuar acto seguido
con un aire de gran distinción. Todo esto no es algo que se aprenda tan fácilmente como supone la gente, sino que requiere, por el contrario, tiempo y atención.” Gracia y soltura, adornada de fina elegancia, estas cualidades no están al alcance de cualquiera. Esfuérzate en adquirir estas habilidades, y te valga como lección la que cuenta Saint Simon sobre el cortesano Dangeau: “un
día, cuando se disponía a jugar una partida con el Rey, le pidió a Su Majestad un apartamento en Saint Germain, donde residía la Corte. El favor no era fácil de obtener, ya que había pocas viviendas en este lugar. El Rey le respondió que se lo concedería siempre que se lo pidiera en cien versos bien contados, ni uno más ni uno menos. Al terminar la partida, durante la cual pareció tan despreocupado como habitualmente, le recitó los cien versos al Rey. Los había hecho contado exactamente y memorizado, y estos tres esfuerzos no se habían visto interferidos por el curso rápido del juego”. Tu manera de expresarte no es menos importante que aquello de lo que hablas porque es mayor el número de los que quieren oídos para oír que el de los que tienen entendimiento para juzgar. Por muy excelentes que sean tus logros, de nada servirán si los ahogas o los destrozas en el mismo momento de nacer. La elocuencia es tan necesaria ahora mismo como lo era en Atenas y en Roma. No puedes hacer fortuna ni figurar en la Corte si no sabes expresarte perfectamente en público. Reconociendo esta importancia Moisés, se excusaba con Dios de que era torpe su lengua cuando le envió a Egipto a gobernar su pueblo. No le valió a Dios la excusa y le aseguró que asistiría a sus labios y le enseñaría lo que había de decir. Aconseja Lord Chesterfield que “si quieres persuadir, lo primero es gustar; y para gustar, hay que saber modular la voz de un modo armonioso, articular claramente cada sílaba, subrayar con fuerza y propiedad el énfasis y la cadencia, de modo que todo resulte agradable y seductor. Si no hablas así, mejor harás estándote callado. Si esto te falta, todo cuanto sabes y puedes aún aprender de nada sirve.” Llevado al extremo, el que sabe no habla y el que habla no sabe. Monsieur de Talleyrand no era muy agraciado físicamente (además era cojo desde su infancia), y sin embargo tenía un gran éxito entre las mujeres. Gozaba de un gran aire cortesano, ingenio y presteza en las respuestas. En una ocasión, dos damas se disputaban su afecto y la acorralaban para que se definiese. Este se defendía con vaga palabrería que aprendió de su formación eclesiástica como Obispo que llegó a ser. Una de las mujeres le dijo:“Supongamos que estuviéramos los tres en un barco, y que una tempestad lo hiciera zozobrar, y si vos fueseis buen nadador, ¿a cuál de las dos pensaríais en salvar primero?” Madame –dijo el ingenioso Talleyrand–, tengo entendido que vos sabéis nadar.”
Seducir al otro sexo
Seas hombre o mujer, gánate la amistad de mujeres, maridos y amantes de tus colegas y adversarios. Sabrás de muy primera mano cómo se desenvuelven las intrigas y tú mismo podrás influir de forma indirecta en quien desees. Potemkin supo aprovechar al vuelo la suerte que el destino le puso en su camino y poner en juego sus dotes de seductor. Era un simple oficial de la
guardia montada de la Reina Catalina II de Rusia. Estaba de servicio el día 28 de junio de 1762 cuando la reina arrebató la corona a su débil esposo Pedro III. La emperatriz iba a caballo, de uniforme y espada en mano. Potemkin se percató de que no llevaba dragona, divisa de la oficialidad en Rusia. Al instante se desprendió de la suya y dio un paso al frente para ofrecérsela a su reina con un aplomo varonil que hizo que los ojos de la soberana se fijaran en él. Además de por la belleza del oficial, la reina quedó maravillada por la gracia por la que ejecutó esta galantería y por la sangre fría demostrada. Al día siguiente fue nombrado Coronel y miembro de su Corte.
Le fue bien a Lord Chesterfield cuando recomienda que “gustar a las mujeres y tener dominio sobre ellas podrá serte de provecho con el tiempo. Ellas gustan e influyen a su vez en otros. Un amorío decente enaltece a un hombre galante. En este caso, te recomiendo la máxima discreción y un absoluto silencio. Alardear de semejante amorío, aludir a él, divulgarlo o incluso negar hipócritamente su existencia, no acarrea sino descrédito tanto entre los hombres como entre las mujeres. El único término medio que conviene en este terreno es un silencio nada estudiado”. En la Corte de Versailles se decía que un hombre hábil y con ambiciones se relacionaba con una mujer joven para sus placeres, una mujer madura para sus intrigas cortesanas y a varias mujeres viejas e influyentes cuya protección cultivaba con esmero y tenacidad. Seas hombre o mujer, es estos tiempos actuales, aplícate el consejo versallesco. Y si no sabes cómo hacerlo y quieres que te sigan todas las mujeres, ponte tú delante, como aconseja Quevedo.
Que alguien de confianza te diga las verdades Si no quieres errar en lo que aconsejes, ni tropezar en lo que hagas, ten siempre a mano a alguien que te diga las verdades y huye del que te traiga
lisonjas y adulaciones, no sea que te ocurra como al cuervo con la zorra. Cuenta Esopo que un cuervo robó a unos pastores un pedazo de carne y se retiró a un árbol. Lo vio una zorra, y deseando apoderarse de aquella carne empezó a halagar al cuervo, elogiando sus elegantes proporciones y su gran belleza, agregando además que no había encontrado a nadie mejor
dotado que él para ser el rey de las aves, pero que lo afectaba el hecho de que no tuviera voz. El cuervo, para demostrarle a la zorra que no le faltaba la voz, soltó la carne para lanzar con orgullo fuertes gritos. La zorra, sin per der tiempo, rápidamente cogió la carne y le dijo: amigo cuervo, si además de vanidad tuvieras entendimiento, nada más te faltaría realmente para ser
el rey de las aves. Más has de querer que te avisen ahora, que no que te consuelen después.
Vale más un “por si acaso” que un “quien lo diría”. Otra buena solución a este dilema es la que propone Maquiavelo: “La razón de esto es que no hay otro medio de defenderse de las adulaciones que hacer comprender a los hombres que no te ofenden si te dicen la verdad; pero cuando todo el mundo puede decírtela te falta el respeto. Por tanto, un Príncipe prudente
debe procurarse un tercer procedimiento, eligiendo en su Estado hombres sensatos y otorgando solamente a ellos la libertad de decirle la verdad, y únicamente en aquellas cosas de las que les pregunta y no de ninguna otra.”
Comprender los tiempos
Hay una cosa para cada tiempo y un tiempo para cada cosa. Mide los tiempos, tan malo es adelantarse como llegar tarde, y en la Corte, comprender estos ritmos es fundamental. Un triunfo prematuro es tan nefasto como uno fuera de tiempo. El Duque de Richelieu sabía que su hijo cosecharía éxitos rápidamente nada mas llegar a Versailles. Así que lo hizo encerrar en la Bastilla por haber agradado demasiado pronto a Luis XIV. Este proceder es de cortesano consumado, ya que su hijo aprendió la lección y superando al padre, años mas tarde, fingió temblar ante el aspecto del vanidoso monarca. Aconsejaba otro gran cortesano evitar un ascenso demasiado rápido y demasiado brillante; las miradas deben habituarse a una luz más viva, de lo contrario, deslumbrados, se cierran. Este proceder lo explica Jocho Yamamoto en el Hagakure
cuando cita que “si alcanzas demasiado rápido la gloria, la gente se volverá tu enemigo. Si te elevas progresivamente en el mundo, las personas serán aliados tuyos y serás feliz. A la larga, que hayas sido rápido o lento, en cuanto hayas adquirido la comprensión de los otros, nada te amenaza. Se dice que la suerte que te es dada por otros es la más segura.” La Ley no es lo mi smo que la Justicia Si esperas que te hagan justicia en la Corte, mejor que te vayas desengañando, pues como cita José Hernández . En su obra Martín Fierro. La ley es tela de araña
–en mi ignorancia lo explico–.
No la tema el hombre rico;
nunca la tema el que mande;
pues la rompe el bicho grande
y sólo enreda a los chicos.
Es la ley como la lluvia:
nunca puede ser pareja;
el que la aguanta se queja,
pero el asunto es sencillo:
la ley es como el cuchillo:
no ofende a quien lo maneja.
Le suelen llamar espada
y el nombre le viene bien;
los que la gobiernan ven
a dónde han de dar el tajo:
le cae al que se halla abajo
y corta sin ver a quién.
Por lo tanto, te conviene saber a qué altura estás y cuánto es tu poder para saber lo que puedes esperar. Y si esto es de aplicación para todos los mortales, cuánto más aún lo ha de ser en este juego de espejos que es la Corte. Noesperes que te hagan justicia y te ahorrarás desengaños, acepta esta realidad y obra en consecuencia, y así, desengañado y avisado, tu estancia en la Corte
será más llevadera y soportable. Si por tu natural eres de carácter idealista, harás muy bien en mudar tu carácter, pues aunque los ideales están muy bien para anunciarlos, aquí te será difícil y hasta peligroso el practicarlos. Y si logras medrar tanto que te sitúes en una posición desde la que tengas o puedas administrar justicia, intenta obrar en conciencia, pero si por azares del juego cortesano no puedas o no debas hacerlo, no temas el seguir el consejo de Martín Fierro. Porque te digo que aunque muchos renieguen de Maese Maquiavelo y de su frase (que nunca dijo ni escribió) “el fin justifica los medios”, a poco que los observes, verás que son los primeros en usar y abusar de esta máxima. Así que no seas alma cándida y vela por tus intereses guardando las
apariencias y mostrándote en todo momento como persona virtuosa. Qué mueve a las personas
Ten en cuenta que no hay más que tres motivaciones fundamentales de las acciones humanas, y todas las conductas posibles sólo tienen que ver con estas tres causas. En primer lugar, el egoísmo, que quiere su propio bien y no tiene límites; después, la perversidad, que quiere el mal ajeno; y por último, la conmiseración, que quiere el bien del prójimo. Todo comportamiento
humano tiene como origen, como mínimo, en una de estas tres causas. Y, sobre todo, no olvides lo que muy bien dijo Don Francisco de Quevedo tras haber apurado un amargo trago en la Corte de su Rey, que “bien puede haber puñalada sin lisonja, pero no hay lisonja sin puñalada.”
EXTRAIDO DE:
http://ferzvladimir.blogspot.com/2010/01/manual-y-espejo-de-cortesanos-capitulo.html
Manual y Espejo para FRACASADOS de Carlos Martin Perez
Nunca se había visto un asno en una remota región de China, hasta el día en que un excéntrico, ávido de novedades, se hizo llevar uno por barco. Pero como no supo en qué utilizarlo, lo soltó en las montañas. Un tigre, al ver a tan extraña criatura, lo tomó por una divinidad. Lo observó escondido en el bosque, hasta que se aventuró a abandonar la selva, manteniendo siempre una prudente distancia. Un día el asno rebuznó largamente y el tigre echó a correr con miedo. Pero se volvió y pensó que, pese a todo, esa divinidad no debía de ser tan terrible. Ya acostumbrado al rebuzno del asno, se le fue acercando, pero sin arriesgarse más de la cuenta. Cuando ya le tomó confianza, comenzó a tomarse algunas libertades, rozándolo, dándole algún empujón, molestándolo a cada momento, hasta que el asno, furioso, le propinó una patada. “Así que es esto lo que sabe hacer”, se dijo el tigre. Y saltando sobre el asno lo destrozó y devoró. El asno parecía poderoso por su tamaño, y temible por sus rebuznos. Si no hubiese mostrado todo su talento con la coz, el tigre nunca se hubiera atrevido a atacarlo. Pero con su patada el asno firmó su sentencia de muerte. i descubras todo lo que piensas, ni muestres todo lo que tienes, ni tomes todo lo que quieres, ni digas todo lo que sabes, ni aun hagas todo lo que puedas; porque en al Corte te perderás si sigues a tus emociones, y no lo que la fría razón te aconseja.
No fuerces la suerte
No provoques demasiadas veces a la fortuna porque en tu sano juicio nunca tentarás al peligro. Ya sabes que el remedio está en ti al no probar la caprichosa suerte. Asume riesgos razonables, pero no confíes todo al azar. Arriesgar es realizar una jugada que si sale bien ganamos mucho y si sale mal, siempre nos podemos recuperar del descalabro. Jugar al azar es hacerlo a todo o nada, y con que sólo pinte una vez la carta perdedora estás listo de papeles. Esta carta sale muy a menudo. No te asocies con jugadores, tanto de dinero como de proyectos enloquecidos. Y, por supuesto, nunca les prestes dinero, nunca lo recuperarás. Grábate esto a fuego en tu mente. El mismo Julio César en los últimos años de su vida se mostró más cauto en presentar batalla, convencido de que, habiendo conseguido tantas victorias, no debía tentar a la fortuna, y de que con una victoria ganaría siempre menos que perdería con una derrota.
Respétate a ti mi smo
Nunca, nunca dejes de respetarte a ti mismo, pues si a ti mismo no te respetas, ¿cómo esperas que te respeten los demás? Una vez que te sitúes en un rango determinado, no debes hacer ni soportar nada que te pueda hacer aparecer como inferior. Este será uno de tus principales mandamientos que nunca dejarás de observar bajo pena de pecado mortal. En ocasiones, literalmente tan mortal como un veneno sin contraveneno.
Ingratitud
Aunque todos te digan que te socorrerán cuando tengas necesidad, muchos de los que se ofrecen a luchar por ti, serán después los primeros que te arrojarán las piedras, te dejarán abandonado y aún harán leña del árbol caído y saquearán los restos del naufragio, pues como cita Maquiavelo, “se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todos tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida y los hijos cuando la necesidad está lejos; pero cuando esta se te viene encima vuelven la cara. Los hombres olvidan con mayor rapidez
la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio.” Y no esperes que tu patrón sea agradecido por los servicios que le prestes, ya que habrá quien le envenene los oídos y le nuble la vista para que dude de tu lealtad y de tus nobles intenciones. Recuerda que el Cid Campeador
sufrió la ingratitud de su Rey Alfonso VI de Castilla por las infamias que a sus espaldas le hacían los cortesanos que nunca habían pisado un campo de batalla ni participado en ningún combate. Qué lástima de vasallo si oviera buen sennor. No caigas tú en ese error y ten la certeza de que cada triunfo tuyo aumentará las envidias de otros cortesanos haciendo que tu patrón
desconfíe de ti. Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, se instaló como gobernador
absoluto del reino de Nápoles. Como gobernó con justicia y severidad agraviando a muchos nobles resentidos, estos cortesanos fueron a España a presentar quejas y agravios infundados al rey Fernando. Así, mediante murmuraciones e infamias, esperaban recobrar las prebendas perdidas. Y como el monarca recelaba de todos los que cercanos a él destacaban, se volvió susceptible a las acusaciones de que Gonzalo derrochaba el dinero. A lo que este respondió con las famosas cuentas que siguen: “Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas.
Cien millones en palas, picos y azadones, para enterrar a los muertos del adversario. Cien mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de sus enemigos tendidos en el campo de batalla. Ciento sesenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas por el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo. Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el Rey pedía cuentas al que le había regalado un reino.”
Después de este curioso balance de cuentas, nunca más este Gran Capitán volvió a ejercer como tal en ninguna batalla, pasando sus últimos años retirado en su hacienda y desengañado por la ingratitud de su Señor que elevaba a la gloria real a otros capitanes mucho menos capaces en el oficio de las armas. Y si aún no te valen todos estos ejemplos, recuerda que Aníbal, Escipión, Berengario, Germánico, César, Pompeyo, Sertorio y muchos otros grandes capitanes de Roma y Cartago acabaron su vida amargados y olvidados por su patrón, cuando no asesinados por el temor que despertaban en otros cortesanos o en su mismo Señor.
Desapego de asuntos ajenos
No estreches demasiados lazos con los que están muy encumbrados, ya que tienen el peligro que no pueden descender sino caer. Así evitarás que te arrastren en su caída. Avisa Quevedo de que “no se fíe nadie, por bien a caballo ni alto que se halle; que con más fuerza tropieza y cae el más fuerte que el más cojo y flojo.” Observa detenidamente al favorito o al poderoso, y si te hace esperar menos de lo habitual, es contigo más cordial y relajado, te escucha y te despide con amabilidad, son claros indicios que su estrella brilla menos y ciertamente está próxima su caída.
En los asuntos ajenos, no te impliques en demasía, pues si salen bien, no reconocerán tu parte, y si resultan torcidos, siempre podrán achacarte a ti su mala fortuna. Aplícate el sabio refrán castellano de que “entre esposos, novios y hermanos nunca metas las manos.” Se cuenta en China que había un hombre rico en el Reino de Wei. Después de una fuerte tormenta el muro de su casa empezó a desmoronarse. –Si no reparáis ese muro –le dijo su hijo– por ahí puede entrar un ladrón. Un viejo vecino le hizo la misma advertencia. Aquella misma noche le robaron una gran suma de dinero al hombre rico, quien elogió la inteligencia de su hijo, pero desconfió de su viejo vecino.
Ami gos y enemigos
Haz el bien siempre que puedas y nada importante pierdas. Aunque puedas, piénsatelo mucho antes de hacer el mal a nadie, porque las quejas de los agraviados y de los injuriados podrían llegar algún día a quien te pudiera castigar y vengarse de ti. Cita Séneca: “te aconsejo que seas amigo de uno, y enemigo de ninguno”. Aunque esta regla, como todas, tiene su excepción,
y como no podía ser de otra forma, proviene de Maquiavelo, “por eso la fortuna; especialmente cuando quiere ensalzar a un Príncipe nuevo, que tiene más necesidad de conquistar reputación que un Príncipe hereditario; hace que le nazcan enemigos, a quienes lleva a realizar empresas
en contra suya con el fin de que él encuentre medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le han proporcionado ascienda todavía más alto. Por esta razón estiman muchos que un Príncipe sabio debe, cuando tenga la oportunidad, fomentarse con astucia alguna oposición a fin de que una vez vencida brille a mayor altura su grandeza.” Así que, muchas veces, medirán tu eminencia por la talla de los enemigos que has vencido. La conclusión es que puestos a tener enemigos, es mejor elegirlos; y ya que los vas a elegir, escoge los que puedas vencer de forma
que te hagan más fuerte y acrecienten tu reputación. Aprende a saber usar a tus enemigos, te serán de mas provecho que al necio sus amigos. Muchas dificultades que tal vez no osarías desafiar podrás acometerlas gracias al estímulo de tus enemigos. Olvídate de derrotar y destruir a todos tus enemigos pues lo que dijo el General Narváez en su lecho de muerte6 no es de
común aplicación al resto de los mortales. Piensa además que el enemigo de hoy puede ser el aliado de mañana, y el que ahora consideras tu socio, mañana será tu más fiero y enojoso rival. La reconciliación con tus enemigos deberá ser para ti tan sólo un deseo de mejorar tu situación, un cansancio de la guerra y el temor a sufrir algún revés. En los favores que prestes y en las personas que confíes, pon antes los ojos en los que fueran buenas personas, que no en los que fueran tus amigos. Al amigo se le permite repartir contigo la hacienda, más no la conciencia.
No le pidas a un amigo que te preste cualquier cosa, porque si no puede hacerlo, la amistad se irá resquebrajando, llegando al rencor. Si tomas por amigo a un enemigo superior a ti en fuerza, no hay duda que con ello te preparas un almuerzo de veneno. No compres nada a un amigo: si el precio es demasiado alto serás perjudicado, si no lo es lo bastante, el perjudicado será él. En general, no mezcles la amistad y los negocios. Nunca des satisfacción a quien no lo pedía. No hagas un favor a quien no te lo haya requerido; antes bien, espera a que te lo solicite
y aún así hazte de rogar. Si vas haciendo el bien sin que te lo pidan, sólo generarás rencor; actuando como te he dicho, siempre te deberán el favor. Ten por muy mala compañía al falso amigo, más peligroso que el enemigo declarado, porque al uno le confías todo, y al otro le resistes con todas tus fuerzas. Escribiendo Séneca a su amigo Lucilo, le decía así: “Oh Lucilo, te ruego que todas las cosas determines con tu amigo, mas también te aviso, que mires primero qué tal es el amigo, porque no hay mercadería en que tanto los hombres se suelen engañar, como es en no saber los amigos escoger.” Muy justo será por tanto, que no elijas amigo sin que antes lo examines. Lo que nos hace ser tan cambiantes en nuestras amistades es la dificultad de conocer las cualidades del alma y la facilidad de conocer las del entendimiento. Lo que las personas llaman amistad es sólo un pacto, un respeto recíproco de intereses y un intercambio de favores. En resumidas cuentas, una relación en la que ambas partes se proponen ganar algo. Causa más vergüenza el desconfiar de los amigos que el ser engañados por ellos. En el momento en que dudas de si confías de una amistad, ya has abierto la puerta a la desconfianza. Habrá muchos que se nombrarán como tus amigos y otros que quizá tú mismo puedas considerar como tales según el concepto corriente de amistad. Ninguno te hablará nunca de tus defectos y mucho menos de tus debilidades. Al contrario, queriendo ganarse tu afecto más que demostrarte el suyo, en vez de lamentarse de ellos los secundarán. No son pocos los que se gozan para sus adentros de las imperfecciones de sus mejores amigos. Sigue el consejo de Lord Chesterfield: “en cuanto a tus colegas, indaga, antes de estrechar amistad con ellos, en su carácter, y mantente sobre todo guardia contra quien te haga más la corte. Trata de tener el mayor número posible de amigos y el menor de enemigos. No hablo de amigos íntimos o confidentes, pues un hombre no puede esperar encontrar de estos más de media docena en toda su vida; me refiero a la acepción
corriente del término, es decir, a la gente que habla bien de ti y que están más dispuestos a serte de favor de a perjudicarte, siempre y cuando no afecte a sus propios intereses.” Aconsejar
Cuando aconsejes hazlo sobre lo que sepas, y si no puedes hacerlo, observa silencio o haz uso de evasivas. Cuando desaconsejes no te apasiones, cuando mandes no seas absoluto, ni desprevenido en lo que hagas; porque en la Corte, aunque todos miran a todos por excelencia, el que es más prudente, es más mirado, es más notado, y aún más acusado. En la Corte es tan peligroso dar un paso como no darlo.
Elogiar
Por lo común sólo se elogia para ser elogiado. A nadie nos gusta elogiar, y no elogiarás nunca a nadie si no es por interés. El elogio es una adulación hábil, oculta y delicada que satisface de modo distinto a quien lo dispensa y a quien lo recibe: el uno lo juzga recompensa de su mérito; el otro elogia para que se advierta su equidad y su discernimiento, nada hay más halagador para aquellos con quien converses que adviertan que les apruebas e imitas. Advierte que hay reproches que alaban y elogios que vituperan, y que el que rechaza elogios oculta el deseo de ser elogiado dos veces. Una fina treta cortesana: a menudo tendrás que usar lisonjas envenenadas
que manifestarán tu rechazo en aquellos a quienes lisonjees mostrando defectos que no te atreverás a descubrir de otra manera. Decía Talleyrand sobre Napoleón que era una lástima que una persona con tan grandes cualidades tuviera tan malos modales. Buen ejemplo de veneno disuelto en miel. Los seres humanos, nacidos para vivir en sociedad, nacieron también para
agradarse unos a otros. Así que si alguno no observara las reglas urbanidad ofendería a todos los de su alrededor y se desacreditaría hasta el punto de que se vería incapacitado para hacer ningún bien. Pero la urbanidad no nace de ideas tan bellas, sino del afán de distinguirse. Somos educados por orgullo y nos sentimos halagados porque tenemos modales que prueban que no somos salvajes.
Gracia
Otro elemento indispensable para tu carrera en la Corte, no menos importante que la cultura, es un conocimiento profundo del mundo, maneras y cortesía en el trato. La Bruyère define la “politesse”7 como “hacer parecer al hombre por fuera como debiera ser interiormente”, y en “poner cierto cuidado para que, gracias a nuestras palabras y nuestras maneras, los otros estén contentos con nosotros y consigo mismos”. Cita Lord Chesterfield, y harás muy bien en meditar sobre ello: “tu objetivo principal, al que debe posponerse cualquier otra consideración, no es otro
que convertirte en un perfecto hombre de mundo: educado sin complacencias, desenvuelto sin ser desatento, serio e impávido con modestia, amable sin afectación, seductor sin malicia, animado pero sin ser ruidoso, franco pero no indiscreto, reservado pero no misterioso; deberás aprender en qué lugar y momento resulta oportuno decir o hacer una cosa, y actuar acto seguido
con un aire de gran distinción. Todo esto no es algo que se aprenda tan fácilmente como supone la gente, sino que requiere, por el contrario, tiempo y atención.” Gracia y soltura, adornada de fina elegancia, estas cualidades no están al alcance de cualquiera. Esfuérzate en adquirir estas habilidades, y te valga como lección la que cuenta Saint Simon sobre el cortesano Dangeau: “un
día, cuando se disponía a jugar una partida con el Rey, le pidió a Su Majestad un apartamento en Saint Germain, donde residía la Corte. El favor no era fácil de obtener, ya que había pocas viviendas en este lugar. El Rey le respondió que se lo concedería siempre que se lo pidiera en cien versos bien contados, ni uno más ni uno menos. Al terminar la partida, durante la cual pareció tan despreocupado como habitualmente, le recitó los cien versos al Rey. Los había hecho contado exactamente y memorizado, y estos tres esfuerzos no se habían visto interferidos por el curso rápido del juego”. Tu manera de expresarte no es menos importante que aquello de lo que hablas porque es mayor el número de los que quieren oídos para oír que el de los que tienen entendimiento para juzgar. Por muy excelentes que sean tus logros, de nada servirán si los ahogas o los destrozas en el mismo momento de nacer. La elocuencia es tan necesaria ahora mismo como lo era en Atenas y en Roma. No puedes hacer fortuna ni figurar en la Corte si no sabes expresarte perfectamente en público. Reconociendo esta importancia Moisés, se excusaba con Dios de que era torpe su lengua cuando le envió a Egipto a gobernar su pueblo. No le valió a Dios la excusa y le aseguró que asistiría a sus labios y le enseñaría lo que había de decir. Aconseja Lord Chesterfield que “si quieres persuadir, lo primero es gustar; y para gustar, hay que saber modular la voz de un modo armonioso, articular claramente cada sílaba, subrayar con fuerza y propiedad el énfasis y la cadencia, de modo que todo resulte agradable y seductor. Si no hablas así, mejor harás estándote callado. Si esto te falta, todo cuanto sabes y puedes aún aprender de nada sirve.” Llevado al extremo, el que sabe no habla y el que habla no sabe. Monsieur de Talleyrand no era muy agraciado físicamente (además era cojo desde su infancia), y sin embargo tenía un gran éxito entre las mujeres. Gozaba de un gran aire cortesano, ingenio y presteza en las respuestas. En una ocasión, dos damas se disputaban su afecto y la acorralaban para que se definiese. Este se defendía con vaga palabrería que aprendió de su formación eclesiástica como Obispo que llegó a ser. Una de las mujeres le dijo:“Supongamos que estuviéramos los tres en un barco, y que una tempestad lo hiciera zozobrar, y si vos fueseis buen nadador, ¿a cuál de las dos pensaríais en salvar primero?” Madame –dijo el ingenioso Talleyrand–, tengo entendido que vos sabéis nadar.”
Seducir al otro sexo
Seas hombre o mujer, gánate la amistad de mujeres, maridos y amantes de tus colegas y adversarios. Sabrás de muy primera mano cómo se desenvuelven las intrigas y tú mismo podrás influir de forma indirecta en quien desees. Potemkin supo aprovechar al vuelo la suerte que el destino le puso en su camino y poner en juego sus dotes de seductor. Era un simple oficial de la
guardia montada de la Reina Catalina II de Rusia. Estaba de servicio el día 28 de junio de 1762 cuando la reina arrebató la corona a su débil esposo Pedro III. La emperatriz iba a caballo, de uniforme y espada en mano. Potemkin se percató de que no llevaba dragona, divisa de la oficialidad en Rusia. Al instante se desprendió de la suya y dio un paso al frente para ofrecérsela a su reina con un aplomo varonil que hizo que los ojos de la soberana se fijaran en él. Además de por la belleza del oficial, la reina quedó maravillada por la gracia por la que ejecutó esta galantería y por la sangre fría demostrada. Al día siguiente fue nombrado Coronel y miembro de su Corte.
Le fue bien a Lord Chesterfield cuando recomienda que “gustar a las mujeres y tener dominio sobre ellas podrá serte de provecho con el tiempo. Ellas gustan e influyen a su vez en otros. Un amorío decente enaltece a un hombre galante. En este caso, te recomiendo la máxima discreción y un absoluto silencio. Alardear de semejante amorío, aludir a él, divulgarlo o incluso negar hipócritamente su existencia, no acarrea sino descrédito tanto entre los hombres como entre las mujeres. El único término medio que conviene en este terreno es un silencio nada estudiado”. En la Corte de Versailles se decía que un hombre hábil y con ambiciones se relacionaba con una mujer joven para sus placeres, una mujer madura para sus intrigas cortesanas y a varias mujeres viejas e influyentes cuya protección cultivaba con esmero y tenacidad. Seas hombre o mujer, es estos tiempos actuales, aplícate el consejo versallesco. Y si no sabes cómo hacerlo y quieres que te sigan todas las mujeres, ponte tú delante, como aconseja Quevedo.
Que alguien de confianza te diga las verdades Si no quieres errar en lo que aconsejes, ni tropezar en lo que hagas, ten siempre a mano a alguien que te diga las verdades y huye del que te traiga
lisonjas y adulaciones, no sea que te ocurra como al cuervo con la zorra. Cuenta Esopo que un cuervo robó a unos pastores un pedazo de carne y se retiró a un árbol. Lo vio una zorra, y deseando apoderarse de aquella carne empezó a halagar al cuervo, elogiando sus elegantes proporciones y su gran belleza, agregando además que no había encontrado a nadie mejor
dotado que él para ser el rey de las aves, pero que lo afectaba el hecho de que no tuviera voz. El cuervo, para demostrarle a la zorra que no le faltaba la voz, soltó la carne para lanzar con orgullo fuertes gritos. La zorra, sin per der tiempo, rápidamente cogió la carne y le dijo: amigo cuervo, si además de vanidad tuvieras entendimiento, nada más te faltaría realmente para ser
el rey de las aves. Más has de querer que te avisen ahora, que no que te consuelen después.
Vale más un “por si acaso” que un “quien lo diría”. Otra buena solución a este dilema es la que propone Maquiavelo: “La razón de esto es que no hay otro medio de defenderse de las adulaciones que hacer comprender a los hombres que no te ofenden si te dicen la verdad; pero cuando todo el mundo puede decírtela te falta el respeto. Por tanto, un Príncipe prudente
debe procurarse un tercer procedimiento, eligiendo en su Estado hombres sensatos y otorgando solamente a ellos la libertad de decirle la verdad, y únicamente en aquellas cosas de las que les pregunta y no de ninguna otra.”
Comprender los tiempos
Hay una cosa para cada tiempo y un tiempo para cada cosa. Mide los tiempos, tan malo es adelantarse como llegar tarde, y en la Corte, comprender estos ritmos es fundamental. Un triunfo prematuro es tan nefasto como uno fuera de tiempo. El Duque de Richelieu sabía que su hijo cosecharía éxitos rápidamente nada mas llegar a Versailles. Así que lo hizo encerrar en la Bastilla por haber agradado demasiado pronto a Luis XIV. Este proceder es de cortesano consumado, ya que su hijo aprendió la lección y superando al padre, años mas tarde, fingió temblar ante el aspecto del vanidoso monarca. Aconsejaba otro gran cortesano evitar un ascenso demasiado rápido y demasiado brillante; las miradas deben habituarse a una luz más viva, de lo contrario, deslumbrados, se cierran. Este proceder lo explica Jocho Yamamoto en el Hagakure
cuando cita que “si alcanzas demasiado rápido la gloria, la gente se volverá tu enemigo. Si te elevas progresivamente en el mundo, las personas serán aliados tuyos y serás feliz. A la larga, que hayas sido rápido o lento, en cuanto hayas adquirido la comprensión de los otros, nada te amenaza. Se dice que la suerte que te es dada por otros es la más segura.” La Ley no es lo mi smo que la Justicia Si esperas que te hagan justicia en la Corte, mejor que te vayas desengañando, pues como cita José Hernández . En su obra Martín Fierro. La ley es tela de araña
–en mi ignorancia lo explico–.
No la tema el hombre rico;
nunca la tema el que mande;
pues la rompe el bicho grande
y sólo enreda a los chicos.
Es la ley como la lluvia:
nunca puede ser pareja;
el que la aguanta se queja,
pero el asunto es sencillo:
la ley es como el cuchillo:
no ofende a quien lo maneja.
Le suelen llamar espada
y el nombre le viene bien;
los que la gobiernan ven
a dónde han de dar el tajo:
le cae al que se halla abajo
y corta sin ver a quién.
Por lo tanto, te conviene saber a qué altura estás y cuánto es tu poder para saber lo que puedes esperar. Y si esto es de aplicación para todos los mortales, cuánto más aún lo ha de ser en este juego de espejos que es la Corte. Noesperes que te hagan justicia y te ahorrarás desengaños, acepta esta realidad y obra en consecuencia, y así, desengañado y avisado, tu estancia en la Corte
será más llevadera y soportable. Si por tu natural eres de carácter idealista, harás muy bien en mudar tu carácter, pues aunque los ideales están muy bien para anunciarlos, aquí te será difícil y hasta peligroso el practicarlos. Y si logras medrar tanto que te sitúes en una posición desde la que tengas o puedas administrar justicia, intenta obrar en conciencia, pero si por azares del juego cortesano no puedas o no debas hacerlo, no temas el seguir el consejo de Martín Fierro. Porque te digo que aunque muchos renieguen de Maese Maquiavelo y de su frase (que nunca dijo ni escribió) “el fin justifica los medios”, a poco que los observes, verás que son los primeros en usar y abusar de esta máxima. Así que no seas alma cándida y vela por tus intereses guardando las
apariencias y mostrándote en todo momento como persona virtuosa. Qué mueve a las personas
Ten en cuenta que no hay más que tres motivaciones fundamentales de las acciones humanas, y todas las conductas posibles sólo tienen que ver con estas tres causas. En primer lugar, el egoísmo, que quiere su propio bien y no tiene límites; después, la perversidad, que quiere el mal ajeno; y por último, la conmiseración, que quiere el bien del prójimo. Todo comportamiento
humano tiene como origen, como mínimo, en una de estas tres causas. Y, sobre todo, no olvides lo que muy bien dijo Don Francisco de Quevedo tras haber apurado un amargo trago en la Corte de su Rey, que “bien puede haber puñalada sin lisonja, pero no hay lisonja sin puñalada.”
EXTRAIDO DE:
http://ferzvladimir.blogspot.com/2010/01/manual-y-espejo-de-cortesanos-capitulo.html
Manual y Espejo para FRACASADOS de Carlos Martin Perez
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